viernes, 9 de octubre de 2009

Capitulo 11: Premonición y Perdición.

Cuatro lunas faltaban para que Mihayla viniera por él. Desde esa noche en que aniquiló al superintendente de la policía no volvió a tocar la espada. Leonardo sentía repulsión de si mismo. En las noticias, la masacre del cuartel general de policía estaba en boca de todos. Andaban avispados buscando pistas que les acercaran al autor de semejante atrocidad, 20 muertos incluido el Sr. Romualdo Rivas, Superintendente de la fuerza policial.

No había quedado una sola huella, del arma homicida podía decirse mucho pero todo era confuso. Nada les acercaba al sospechoso, muchos policías fueron interrogados pero nadie conocía al autor del crimen. Poco podían imaginarse que el asesino despiadado era un muchacho común y corriente.

Muchos barajaban la hipótesis de un grupo de yonquis pasados de drogas; pero esta rápidamente perdió fuerza. A cada nueva hipótesis le faltaba algo, una pieza molestaba en el acertijo.

Leonardo se duchaba en su casa, sumergido en la tina pensaba en lo acontecido. Estaba confundido. Por un lado se sentía bien de haber acabado con ese tipo tan inhumano que lo usó para asesinar en su lugar. Pero, también se culpaba por volver a caer en lo mismo.

Nuevamente había asesinado, otra vez empuñó esa espada maldita. Nunca mejor dicho para un objeto que posee una sed de sangre permanente. Se le hacía imposible cerrar los ojos por más de un minuto, todas esas imágenes repugnantes venían a él. No estaba en su casa ni en su ciudad... eso era el infierno.

Las almas en pena, horribles, monstruosas se arrastraban hacia él. Las cuencas vacías de sus ojos lo mismo que sus manos y piel ajada, carcomida y putrefacta se acercaban mas y mas al muchacho. Todos querían lo mismo: su alma, un compañero más para compartir su pena y furia. Entre ellos solo uno se mantenía digno, este permanecía sentado mientras sus pupilas ambarinas estudiaban al joven. Este hablaba cada tanto con el muchacho.

Si, esa aparición le hablaba pidiéndole libertad... buscaba redención. De entre todos era su igual. Leonardo lloraba y quería desaparecerse, pero esa idea también lo aterrorizaba. El perder su vida, una vida manchada de sangre inocente. Una existencia condenada por la violencia.

Se paró y abandonó la tina, secó su cuerpo y vistiéndose salió de su hogar. Micaela quiso saludarle, pero él no la vio. Estaba solo en una lucha que no la concernía, llevaba con dolor un peso que no compartiría con nadie. Se dominaría como fuera, pero no volvería a caer en las redes de esa espada.

El día transcurrió tranquilo, el alumno normal y hermano actuó como de costumbre... incluso tuvo tiempo para chacotear con sus amigos. Al tomar su estuche de guitarra podía sentir que volvían a llamarle. Caminaba por la calle con esa funda que parecía pesarle como cien.

Una muchacha de cabellos largos y oscuros como la noche pasó a su lado. Olía a sangre y muerte, sus pasos eran gráciles y delicados. La mirada parecía perdida, pero al tiempo daba la impresión de que podía verlo todo... incluso dentro de él. Era como un dios, pero en forma de preciosidad.

La falda oscura acentuaba sus caderas y esos muslos graníticos. El saquillo de cuero azul oscuro con las solapas levantadas ocultaba parte de su rostro. La prenda no terminaba de cubrirle la totalidad de la espalda, dejando ver una remera rayada.

Esta se detuvo al pasar junto a él, le vio pasar agobiado por algo terrible. Pero no podía ayudarle, ella también era asesina. De esas cosas solo se ocupan la vida y algunos que deciden volverse vengadores. Ella lo sabía bien, muchos la perseguían y deseaban liquidarle.

Ambos se detuvieron, ocho personas aparecieron ante ellos... el muchacho había quedado en medio del conflicto. Los sujetos no dijeron nada, como la muerte no anuncia su llegada ni dice lo que siente. Desenfundaron sus armas y dispararon, El estuche del muchacho quedó agujereado por todos lados. Leonardo cayó al suelo herido.

Pero la muchacha no tenía un rasguño, las cabezas de plomo caían al suelo. Los cabellos negros se detenían dejando a la vista esas armas tan extrañas. Unas púas de metal unidas por guanteletes de acero eran el arma de esta joven. Su semblante ya no estaba relajado.

Se veía excitada por el ataque y el riesgo, desde su lugar Leonardo la vio atacar salvajemente a los sujetos. Estos caían en una explosión de sangre, sus gargantas y caras eran desgarradas en los ataques. Cualquier parte a la que llegara esa fiera era destrozada como nada. No importaba si querían defenderse, eran impotentes ante sus garras. El espectáculo no duró mucho; un disparo de alta velocidad llegó de lleno al cráneo de la chica que cayó al suelo ya sin vida.

Esto impactó mucho más que cualquier disparo a Leonardo, era como ver su propio futuro. El cuerpo de la joven quedó tendido en el suelo, como un títere sin cuerdas que le muevan. Un grupo se acercó al cuerpo, estos se quitaron los pasamontañas y las cabezas cuasi deformadas horrorizaron al muchacho.

Estos le restaron importancia y mientras arrancaban las ropas del cuerpo de la mujer uno de ellos vociferaba:

- Al fin, podremos tomar a esta desgraciada. Finalmente, aunque no pueda pagarlo en vida, aún muerta tomaremos su cuerpo. Vamos chicos.

Los hombres babeaban y llevándola al callejón como una muñeca, cada uno de ellos la penetró. La cabalgaron de mil maneras, regándola de semen. Usándola como un despojo que calmaba su ira y desprecio. Desgarraron sus orificios, la golpearon y cuando ya se sintieron satisfechos la dejaron abandonada.

Leonardo se quedó en el callejón junto a su estuche, no podía siquiera moverse. Las dos heridas producidas por los disparos sangraban y dolían. La sangre manaba lentamente de los dos profundos orificios. Se estaba desvaneciendo, atinó a sacar con su mano libre la espada del estuche y luego todo se puso blanco.

Cuando volvió a abrir sus ojos, unas personas lo estaban atendiendo. No era un hospital, no había paredes blancas ni enfermeras. Ni siquiera la asepsia precisa y necesaria para atender a los pacientes. Un hombrecito estaba sacándole las balas, las pinzas sacaron el primer fragmento de plomo. Se sonrió al ver que el paciente estaba vivo.

Los ojos del hombrecito, enfundados en sus lentes lo miraban divertido; una silueta estaba parada en un rincón del lugar. El muchacho no podía distinguirla bien, además el dolor lacerante de esa pinza revolviendo su carne desvió su atención.

El dolor lo obligó a desvanecerse, le pareció oír risas de fondo pero no pudo ver... al despertar se hallaba en una habitación, estaba en una litera. En el cuarto solo había un escritorio y dos sillas. Un jarrón con flores le puso un poco de color a la parquedad del cuarto.

El sonido de la puerta abrirse lo hizo volver a cerrar los ojos. Podía oír los pasos de alguien acercarse. Pudo oír risas y una voz aflautada le dijo:

- Vamos chico, abre los ojos. Nada de trucos por favor, no voy a hacerte daño.

El joven abrió los ojos, el horror se dibujó en su rostro al ver a su interlocutor. La faz de ese hombre parecía la de un demonio. Los ojos de ese sujeto estaban blancos, el tamaño de sus cuencas difería enormemente entre ellos. Los pómulos parecían haber sido arrancados, los labios achicharrados por las quemaduras dejaban ver los dientes del ¿hombre?

Este comenzó a reír jocosamente, conocía muy bien su apariencia. Luego, acercando su mano cadavérica al muchacho le dijo:

- He sanado tus heridas, haz llegado justo a tiempo a mi laboratorio. Eres una persona afortunada, Aram murió a manos de esos sicarios... pero me ha dejado un bonito regalo... tú y yo vamos a divertirnos mucho.

El joven sudaba, sin saberlo había caído en manos de un loco y bastante horrible por cierto. Leonardo estaba cansado de todo, harto de ser un títere... fatigado de matar y sufrir por ello. Su puño se crispó y lanzó un golpe... pero fue en ese momento que alguien más apareció. No podía ser posible, él le había visto morir por ese disparo... no podía ser esa mujer.

Aram estaba parada ante él, deteniendo su puño. La respiración de ella se notaba muy fría. No había emoción en su mirada ni calor en su tacto. Estaba muerta, pero viva a la vez. No podía explicar de otra forma que todavía tuviera la facultad de moverse por si misma. Los cabellos negros seguían manteniendo su esencia, ella sonrió y dejó libre el puño del confundido agresor. Este se quedó pensativo al verla y no fue hasta que el deforme sujeto explicó:

- A ella también la pude traer, pero aunque no pude salvarle... logré reemplazar su masa encefálica por un cerebro mecánico de mi invención. Aún esta en etapa experimental, pero al menos sus potencialidades de asesina se mantienen intactas.

- Eres un monstruo, maldito- Dijo el joven con furia.

- Claro que soy un monstruo, lo mismo que tu... solo que aún conservas apariencia humana. No te mataré, solo te volverás un títere que se moverá a mi voluntad- respondió el hombrecito.

Lo mejor era colaborar, así lo pensó el joven... pero en cuanto tuviera una posibilidad mataría al hombrecito. Buscó su espada con la vista; la halló sobre un estante colocada sobre un armero ricamente adornado. El sujeto lo miró divertido y restándole importancia le dejó tomar la espada. Ahí pudo ver de primera mano como el joven cambiaba su expresión, volviéndose maligno. El cambio era gigante, no habían dudas... sin embargo cuando decidió atacar al sujeto una fuerte descarga envolvió su cuerpo. Los espasmos y convulsiones cada vez más violentos le disuadieron de matar.

Al caer al suelo medio muerto, el hombrecito se quedó maravillado. Había resistido más que la media ante la electricidad. Al acercarse, pudo ver con horror como el sujeto se levantaba y de un corte le amputaba el brazo. El personaje comenzó a gritar por el lacerante dolor. Aram apareció para combatirle con sus garras de hierro, pero no era rival para esa espada maldita que dominando ese cuerpo la cortó como si fuera de papel.

La sonrisa maléfica, a pesar de las descargas se dibujaba claramente en el rostro de Leonardo. Con su brazo armado cortó el otro brazo del hombrecito y tomando ambas extremidades sangrantes le dijo con sorna:

- Pequeña basura, tu no puedes dominarme. Nadie puede darme lo que necesito, quienes intentan tomar un poder mayor a ellos... mueren. Nos vemos en el infierno, pequeño monstruo.

Un grito se cortó de repente y la criatura murió ahogada en un charco de su propia sangre. La espada se volvió a agitar un momento mas, la sangre que ensuciaba la hoja salió despedida hacia el rostro desencajado del cadáver. Con esfuerzo se quitó las pulseras metálicas que producían las descargas y luego comenzó a caminar hacia fuera.

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